El
miedo a sufrir ataques de pánico incapacita a muchas personas para
llevar una vida normal. Acciones cotidianas como salir de casa solo o ir
al trabajo se convierten en una auténtica pesadilla para quienes
padecen esta fobia. Sufren miedo al miedo.
“Voy
hacia el trabajo, como cada lunes, en ese vagón de la línea 1 de metro
que, en hora punta, se abarrota de gente como si no fueran a pasar más
trenes. De repente, y sin una causa aparente, comienzo a sentirme raro.
Creo que me falta el aire, noto taquicardias, tengo una extraña
sensación de mareo, como de desorientación, y me tiemblan las manos y
las piernas. Comienzo a asustarme y unos fríos sudores me caen por la
frente. Un miedo atroz me asalta y no sé qué me está pasando; solo sé
que necesito escapar”. Esto, que podría ser parte del argumento de
una película de terror, es una experiencia real, contada por una
víctima, causada por una fobia que ya afecta a millones de personas: la agorafobia.
La
agorafobia, tan extendida, es realmente una gran desconocida a la que
generalmente se atribuye el miedo intenso que pueden provocar los
espacios abiertos. Sin embargo, esta palabra encierra una realidad
bastante más compleja. Una realidad que, según estadísticas, afecta sobre todo a mujeres y a
jóvenes, y cuyas cifras parecen estar en aumento, y esto teniendo en
cuenta que muchos casos siguen sin ser diagnosticados o, por la
similitud de los síntomas, se confunden con depresión o ansiedad.
Cuando
se sufre agorafobia, a lo que realmente se teme no es a un espacio
abierto en sí mismo, sino a sufrir un ataque de pánico –cuyos síntomas
son, entre otros, palpitaciones, sudoración, temblores, sensación de
falta de aire, angustia, sensación de atragantamiento o de mareo– en un
lugar o situación de la que sea difícil escapar. De ahí que el terror se
produzca tanto en espacios enormes, como por ejemplo calles anchas o
carreteras, como en espacios cerrados, tales como ascensores o túneles. A
lo que los agorafóbicos tienen miedo es al miedo.
Para
un agorafóbico, cosas tan cotidianas como ir a trabajar cada día,
utilizar el transporte público, conducir o coger un avión pueden
convertirse en un auténtico infierno, que llega, incluso, a incapacitar y
modificar la propia vida. Tras haber atendido a cientos de pacientes,
Rubén Casado, psicólogo y fundador de Amadag (Asociación Madrileña de
Agorafobia), ha podido comprobar que “cuando se sufre un ataque de
pánico algo se rompe dentro de uno y nada vuelve a ser como antes. La
experiencia del pánico es tan pavorosa, que parece que se hubiera
producido un atentado en el interior de las personas, quedándose
vulnerables y desnudas”. Lo peor de esta experiencia es que quien
lo sufre toma, de forma inmediata, conciencia de su propia debilidad,
descubre que no es irrompible y ante esto comienza a desarrollar una
elevada inseguridad. “El agorafóbico –continúa Casado– se
convierte en un auténtico experto en el arte de la evitación y hace todo
lo posible por no volver a sufrir de nuevo esa aterradora experiencia”.
Sin
embargo, el agorafóbico no siempre evade situaciones que le pueden
provocar otro ataque, a veces opta por fórmulas que piensa que le van a
ayudar a no sufrir una crisis como, por ejemplo, ir siempre acompañado a
los sitios o llevar el teléfono móvil o tranquilizantes consigo; una
actitud tan peligrosa como la evitación ya que, según los expertos,
limita igualmente o más.
Una fobia catastrofista y carcelera
La
agorafobia llega sin avisar y se apodera de quien se deja avasallar por
su mecanismo de actuación; un mecanismo basado en el miedo, la
incertidumbre y las imágenes catastrofistas. Joaquim Vencells,
presidente de la Asociació Gironina d’Agorafòbics, sufrió durante 10
años esta fobia que incluso le llegó a impedir desnudarse por si tenía
que salir en cualquier momento corriendo por un ataque de pánico. En
1997 fundó la asociación para ayudar a que otros pacientes no tuvieran
que sufrir tanto tiempo como él antes de ser diagnosticados.
“Cuando
la agorafobia aprieta, la persona que la sufre queda incapacitada para
todo tipo de labor, hasta el punto de no poder ducharse solo”, apunta
Joaquim Vencells. El agorafóbico va reduciendo su mundo y su vida hasta
un pequeño espacio en el que él se encuentra seguro y que “llega un punto en que se limita a la cama y el sofá. Y siempre sin estar solo por si necesita ayuda”.
Un
agorafóbico puede permanecer encerrado en su casa durante años por el
horror que le produce la idea de poder volver a vivir de nuevo esas
sensaciones angustiosas. De hecho, esto no solo conlleva para muchos la
pérdida del trabajo o de amigos si no que también llegan a padecer un
deterioro moral y personal muy difícil de recomponer. Se autocondenan,
según cuentan los especialistas, a un largo aislamiento en el que la
agorafobia es su carcelera.
Recuperar la vida
En
general, y pese a que existen unos casos más difíciles que otros, el
pulso a la agorafobia se puede ganar, ya sea aprendiendo a convivir con
ella o aniquilándola por completo. En ambos casos, la batalla puede ser
considerada como ganada. En la actualidad se ha avanzado mucho en el
tratamiento de esta fobia y un elevado número de personas han aprendido a
vivir de nuevo.
En
la asociación Amadag, tras casi diez años atendiendo a personas con
esta dolencia, han comprobado que de todas las terapias la llamada
cognitivo-conductual es la que ha resultado más eficaz en el tratamiento
de la agorafobia y el pánico. Este tratamiento se basa,
fundamentalmente, en que el agorafóbico se eduque de nuevo bajo una
conciencia nada catastrofista, que reestructure sus pensamientos y el
comportamiento orientándolo hacia el triunfo de él frente al miedo. Es,
básicamente, una especie de entrenamiento para poder enfrentarse a
situaciones temidas; una exposición a la vida real.